lunes, 11 de abril de 2016

LA MALDICIÓN


Lupin Craig, un británico muy reservado, había ahorrado mucho durante algunos años y en cuanto hubo juntado lo necesario, recogió todas sus pertenencias y esperanzas en una mochila vieja color verde oliva y tomó el primer vuelo rumbo a México. Me lo topé en la selva Lacandona al sur del país tiempo después.


A mi llegada convivía con los locales como su igual; un grupo de lacandones a quienes únicamente llegué a conocer por el nombre de Chan Kin: la pequeña Chan Kin, el joven Chan Kin, la Chan Kin de coletas largas, los hermanos Chan Kin, el Chan Kin gordo, entre tantos otros motes que encontré para identificarlos. El integrante más longevo de aquel grupo era Chan Kin el Viejo. Él y Lupin Craig se hicieron grandes amigos.


Ambos tenían la piel del sol y los ojos de los jaguares fantasmas que habitan las húmedas cercanías de los templos mayas, según sus cuentos y leyendas. La gente comprendió muy pronto que el Viejo había encontrado un alma gemela en Craig, una con la cual compartir su sabiduría ancestral.


La lengua no impidió que ambos espíritus aprendieran a entenderse, durante algunos años únicamente las señas y los trazos en la tierra, con una rama seca, habían formado parte de su entendimiento personal. Durante el tiempo que Lupin Craig vivió en aquel lugar, yo me mantuve cerca; aprendimos la lengua maya de los nativos paso a paso, yo detrás de él. Era algo común en aquella época que varios forasteros disfrutaran de la hospitalidad de los Chan Kin, al mismo tiempo y durante periodos muy largos lo cual me permitió pasar desapercibido.


Esconderse en la selva no es tan difícil. Los árboles cubren todo cual paredes inmensas que rozan los cielos y las plantas verdes, plastificadas por el rocío, así como las lluvias rodean todo alrededor transformando la inmensidad en unos pocos metros. La neblina siempre llegaba durante el amanecer a purgar y expiar todos los pecados como una exhalación mística del espíritu mayor que habita los templos abandonados.


Ignoro la forma en que Lupin Craig sentía la selva, pero estoy seguro que parte de su pensamiento, al igual que el mío, la representaban como un refugio alejado del mundo. En medio de aquella paz, sin embargo, mi tranquilidad se veía inquieta, falsa. Tuve que alejarme durante algunos minutos de cada día de la aldea de los Chan Kin con la finalidad de serenar mi espíritu, pero nunca pude llegar muy lejos, ni calmar mis pesadillas. Durante las noches me era imposible acallar las voces, los rugidos, que me envolvían y devoraban para después expulsarme al interior de la selva. Todo empezaba con un trazo en la tierra, hecho por mi brazo izquierdo cual rama. En algún punto de aquella oscuridad verdecina podía observar mi reflejo en el río, bajo la luz de la luna tras un manto blancuzco coronando mis cabellos color olivo.


Ambos tenían la piel del sol y los ojos de los jaguares fantasmas que habitan las húmedas cercanías de los templos mayas, según sus cuentos y leyendas. La gente comprendió muy pronto que el Viejo había encontrado un alma gemela en Craig, una con la cual compartir su sabiduría ancestral.


Ahora ya no sé si sueño que estoy en medio de la selva persiguiendo a Lupin Craig, celoso de la libertad que representa. Siento como si todos fuéramos árboles ancestrales, incapaces de huir. Obligados a convivir unos con otros en medio del silencio ensordecedor de la selva. Ahora recuerdo el nombre de este lugar: Najá. Tal vez lo escuché de la voz de un excursionista llamado Lupin Craig, tal vez por eso no recuerdo mi propio nombre, ni la razón que me une a este lugar. Quizá solo somos parte de una leyenda acerca de la vida y la muerte, personajes del deseo y la abnegación, quizá solo somos parte de la moraleja de una maldición que lleva a la eternidad solitaria y a la desdicha inmortal en el cuento de un maya quien, con rama en mano, se desvive dibujando trazos en la tierra húmeda de la selva.

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