lunes, 11 de abril de 2016

EL CALCETÍN ROJO


Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Tenía las manos húmedas debido a las lágrimas que intentaba aplacar en sus ojos. Intentaba no contar el tiempo. Intentaba pensar en ponis rosas y arcoiris, salidos de un tazón de cereal grande y hondo. En su lugar, estaba ahí, en aquella oscuridad. Solo tenía a Dolly, su muñeca. Quien la observaba, distante, con su sonrisa plástica. Le acarició el cabello pajizo y amarillento. Mientras intentaba no pensar en la oscuridad.

De pronto, una bocanada de aire rancio y putrefacto resonó en las paredes del armario. «Ven aquí, ahora!». El sonido de aquella pesada y obesa voz le aprisionó todo su pequeño cuerpo. Deseó estar en otra parte, muy lejos de allí. Cerró sus ojos y pensó en el exceso de esfuerzo que requería cambiar el vestuario de Dolly, cada vez que las prendas se volvían más numerosas. Por ùltima vez, deseó haber encontrado aquel calcetín.

Se limpió las lágrimas del rostro y abrió lentamente las puertas del armario. Estas rechinaron como la risa burlona de una bruja. Tomó valor, aferrando a Dolly a su pequeño pecho. Dió un paso y se adentró en aquel páramo desolado y oscuro. Pasó a través de los juguetes despedazados y paredes roídas, a través de los arcoíris grises, en las paredes, y los vestidos rotos, sobre el piso. Su pie descalzo hacía traspasar el frío del suelo hacía su espalda.

Su respiración se agitaba a cada paso, y la distancia se hacía cada vez más sofocante. Deseó estar en otro lugar, muy lejos de aquel. Intentó imaginar que la rutina de siempre por fin habría de cambiar. Pensó que aquel hombre sudoroso y calvo la llevaría con sus padres, en lugar de acariciarla y susurrar cosas desagradables en su oído. Respiró hondo, cerró los ojos y salió del cuarto. No abrió los ojos, aguantó la respiración todo lo que pudo.

Escuchó estallidos y gritos a su alrededor. Ella se mantuvo inmóvil. Pensó en mamá y papá. Pensó en Rex y su hueso de hule que la recibían cada vez que regresaba a casa.

Pensó en ponis rosas y arcoiris en un tazón de cereal. Alguien la sostuvo entre brazos y sintió el rígido cuerpo de un hombre. Diferente al de siempre. Sintió que cabalgaba a través de árboles en cuyas copas asomaba el grueso brillo del sol de verano.

Todo se desvaneció por un instante. Y de pronto escuchó un susurro en su oído que decía «ya estás a salvo». Ella estaba demasiado cansada como para abrir los ojos, en sus sueños seguía en aquel páramo, pero la oscuridad se había desvanecido. Podía ver un prado lleno de árboles tan grandes como jirafas. Ella montaba un poni rosa y cabalgaba hacia el arcoíris más grande que había visto. Dolly estaba junto a ella, el viento traía la frescura de las flores a su rostro y el sonido distante de la bienvenida: el chillido glorioso de su hogar. Rex mordiendo el hueso blanco a los pies de sus padres. Y fue en ese momento que deseó con todo su corazón no despertar de aquel dulce sueño jamás.

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